29 julio 2006

God So Loves The World

Los apóstoles, testigos y enviados de Cristo


Catequesis 4 sobre la Iglesia
Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:
En la nueva serie de catequesis, comenzada hace unas semanas, queremos considerar los orígenes de la Iglesia para comprender el designio originario de Jesús y de este modo comprender lo esencial de la Iglesia, que permanece con el pasar del tiempo. Queremos comprender también el porqué de nuestro ser en la Iglesia y cómo tenemos que comprometernos a vivirlo al inicio de un nuevo milenio cristiano.

Al reflexionar sobre la Iglesia naciente, podemos descubrir dos aspectos: un primer aspecto es subrayado vigorosamente por san Ireneo de Lyón, mártir y gran teólogo de finales del siglo II, el primero que nos dejó una teología en cierto sentido sistemática. San Ireneo escribe: «Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia; pues el Espíritu es verdad» («Adversus haereses», III, 24, 1: PG 7,966). Por tanto, existe una relación íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo edifica la Iglesia y le da la verdad, infunde --como dice san Pablo-- en los corazones de los creyentes el amor (Cf. Romanos 5, 5).

Pero, además, hay un segundo aspecto. Esta relación íntima con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad y, de este modo, la comunidad de los discípulos experimenta desde los inicios no sólo la alegría del Espíritu Santo, la gracia de la verdad y del amor, sino también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes entre las verdades de fe, con las consiguientes laceraciones de la comunión. Así como la comunión del amor existe desde el inicio y existirá hasta el final (Cf. 1 Juan 1,1ss), del mismo modo por desgracia desde el inicio irrumpe también la división. No tenemos que sorprendernos por el hecho de que hoy también exista: «Salieron de entre nosotros --dice la Primera Carta de Juan--; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros» (2, 19). Por tanto, siempre existe el peligro, en las vicisitudes del mundo y también en las debilidades de la Iglesia, de perder la fe, y así, de perder también el amor y la fraternidad. Por tanto, es un deber preciso de quien cree en la Iglesia del amor y quiere vivir en ella reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación (Cf. 2 Juan 9-11).

Que la Iglesia naciente fuera claramente consciente de estas tensiones posibles en la experiencia de la comunión lo muestra muy bien la Primera Carta de Juan: no hay otra voz en el Nuevo Testamento que se alce con tanta fuerza para subrayar la realidad del deber del amor fraterno entre los cristianos; pero esa misma voz se dirige con drástica severidad a los adversarios, que han sido miembros de la comunidad y que ya no lo son. La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio confiado por el Señor Jesús a los suyos. La fraternidad cristiana nace por el hecho de ser hijos del mismo Padre por el Espíritu de verdad: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Romanos 8, 14). Pero la familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz, necesita de alguien que la custodie en la verdad y la guíe con sabio y autorizado discernimiento: esto es lo que está llamado a hacer el ministerio de los Apóstoles. Y aquí llegamos a un punto importante. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, que tiene la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que también procede la capacidad del amor. El primer sumario de los Hechos de los Apóstoles expresa con gran eficacia la convergencia de estos valores en la vida de la Iglesia naciente: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonìa), a la fracción del pan y a las oraciones» (Hechos 2, 42). La comunión nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta de la fracción del pan y la oración, y se expresa en la caridad fraterna y en el servicio. Nos encontramos ante la descripción de la comunión de la Iglesia naciente en la riqueza de sus dinamismos internos y de sus expresiones visibles: el don de la comunión está custodiado y es promovido en particular por el ministerio apostólico, que a su vez es don para toda la comunidad.

Los apóstoles y sus sucesores son por tanto los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, y son también los ministros de la caridad: dos aspectos que van juntos. Tienen que pensar siempre en el carácter inseparable de este doble servicio, que en realidad es el mismo: verdad y caridad, reveladas y donadas por el Señor Jesús. En este sentido, realizan ante todo un servicio de amor: la caridad que tienen que vivir y promover no puede separarse de la verdad que custodian y transmiten. ¡La verdad y el amor son dos caras del mismo don: que procede de Dios y que gracias al ministerio apostólico es custodiado en la Iglesia y nos llega hasta nuestro presente! ¡A través del servicio de los apóstoles y sus sucesores también nos alcanza el amor de Dios Trinidad para comunicarnos la verdad que nos hace libres (Cf. Juan 8, 32)! Todo esto que vemos en la Iglesia naciente nos lleva a rezar por los sucesores de los apóstoles, por todos los obispos y por los sucesores de Pedro para que sean realmente custodios de la verdad y al mismo tiempo de la caridad, para que sean realmente apóstoles de Cristo, para que su luz, la luz de la verdad y de la caridad no se apague nunca en la Iglesia y en el mundo.

El don de la "Comunión"


Catequesis 3 de la Iglesia
Benedicto XVI



Queridos hermanos y hermanas:

A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad reunida por el Hijo de Dios hecho carne, vivirá a través de los tiempos, edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos están llamados y en la que pueden experimentar la salvación entregada por el Padre. Los doce apóstoles --como dice el Papa Clemente, tercer sucesor de Pedro, al final del siglo I-- se preocuparon por constituir a sucesores suyos (Cf. 1 Clemente 42, 4) para que la misión que se les confío continuara después de la muerte. A través de los siglos, la Iglesia, estructurada bajo la guía de los legítimos pastores, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja en cierto sentido la misma comunión trinitaria, el misterio del mismo Dios.

El apóstol Pablo menciona ya este supremo manantial trinitario cuando desea a sus cristianos: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Estas palabras, probable eco del culto de la Iglesia naciente, subrayan cómo el don gratuito del amor del Padre en Jesucristo se realiza y se expresa en la comunión que actúa el Espíritu Santo. Esta interpretación, basada en la inmediata relación que establece el texto entre los tres genitivos («la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»), presenta la «comunión» como don específico del Espíritu, fruto del amor entregado por Dios Padre y de la gracia ofrecida por el Señor Jesús.

Además, el contexto, caracterizado por la insistencia en la comunión fraterna, nos lleva a ver en la «koinonía» del Espíritu Santo no sólo la «participación» en la vida divina de manera casi individual, como si cada uno estuviera por su lado, sino también lógicamente la «comunión» entre los creyentes, que el Espíritu mismo suscita como su artífice y principal agente (Cf. Filipenses 2, 1). Podría afirmarse que gracia, amor y comunión, referidos respectivamente a Cristo, al Padre y al Espíritu, son diferentes aspectos de la única acción divina por nuestra salvación, acción que crea la Iglesia y que hace de la Iglesia --como dice san Cipriano en el siglo III-- «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» («De oratione dominica», 23: PL 4,536, citado en «Lumen gentium», 4).

La idea de la comunión como participación en la vida trinitaria es iluminada con particular intensidad en el Evangelio de Juan, donde la comunión de amor que une al Hijo con el Padre y con los hombres es al mismo tiempo el modelo y el manantial de la unión fraterna, que tiene que unir a los discípulos entre sí: «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 15, 12; Cf. 13, 34). «Que ellos también sean uno en nosotros» (Juan17, 21. 22). Por tanto, comunión de los hombres con el Dios Trinitario y comunión de los hombres entre sí. En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, a través de la comunión con el Hijo, puede participar ya en la su vida divina y en la del Padre: «nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1, 3). Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio, la finalidad de la conversión al cristianismo: «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Juan 1,3). Por tanto, esta doble comunión con Dios y entre nosotros es inseparable. Allí donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco puede ser viva ni verdadera la comunión con el Dios Trinitario, como hemos escuchado.

Demos ahora un ulterior paso. La comunión --fruto del Espíritu Santo-- se alimenta del Pan eucarístico (Cf. 1 Corintios, 10, 16-17) y se expresa en las relaciones fraternas, en una especie de anticipación en el mundo futuro. En la Eucaristía, Jesús nos alimenta, nos une con él, con el Padre y con el Espíritu Santo y entre nosotros, y esta red de unidad que abraza al mundo es una anticipación del mundo futuro en nuestro tiempo. Dado que es anticipación del futuro, la comunión es un don que tiene también consecuencias muy reales, nos hace salir de nuestras soledades, de la cerrazón en nosotros mismos, y nos permite participar en el amor que nos une a Dios y entre nosotros. Para comprender la grandeza de este don basta pensar en las divisiones y conflictos que afligen a las relaciones entre individuos, grupos y pueblos enteros. Y si no se da el don de la unidad en el Espíritu Santo, la división de la humanidad es inevitable. La «comunión» es verdaderamente una buena nueva, el remedio que nos ha dado el Señor contra la soledad que hoy amenaza a todos, el don precioso que nos hace sentirnos acogidos y amados en Dios, en la unidad de su Pueblo, reunido en el nombre de la Trinidad; es la luz que hace resplandecer a la Iglesia como signo alzado entre los pueblos: «Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros» (1 Juan 1, 6-7). La Iglesia se presenta de este modo, a pesar de todas las fragilidades humanas que forman parte de su fisonomía histórica, como una maravillosa creación de amor, constituida para hacer que Cristo esté cerca de todo hombre y de toda mujer que quiera encontrarse con él verdaderamente, hasta el final de los tiempos. Y en la Iglesia el Señor sigue siendo siempre nuestro contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en el pasado, sino que habla en el presente, hoy habla con nosotros, nos da luz, nos muestra el camino de la vida, nos da comunión y de este modo nos prepara y nos abre a la luz.

Los apóstoles, testigos y enviados de Cristo


Catequesis 2 sobre la Iglesia
Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

La Carta a los Efesios presenta a la Iglesia como un edificio construido «sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (2,20). En el Apocalipsis, el papel de los apóstoles, y más específicamente el de los Doce, es aclarado con la perspectiva escatológica de la Jerusalén celeste, presentada como una ciudad cuya muralla «se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (21, 14). Los Evangelios coinciden en narrar que la llamada de los apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, tras el bautismo recibido por el Batutita en las aguas del Jordán.

Según la narración de Marcos (1, 16-20) y de Mateo (4, 18-22), el escenario de la llamada de los primeros apóstoles es el lago de Galilea. Jesús, acaba de comenzar la predicación del Reino de Dios, cuando su mirada se dirige a dos parejas de hermanos: Simón y Andrea, Santiago y Juan. Son pescadores, dedicados a su trabajo cotidiano. Echan las redes, las reparan. Pero les espera otra pesca. Jesús les llama con decisión y ellos le siguen con prontitud: a partir de ahora serán «pescadores de hombres» (Cf. Marcos 1,17; Mateo 4,19). Lucas, a pesar de seguir la misma tradición, ofrece una narración más elaborada (5,1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega después de haber escuchado la primera predicación de Jesús, y después de haber experimentado sus primeros signos prodigiosos. En particular, la pesca milagrosa constituye el contexto inmediato y ofrece el símbolo de la misión de pescadores de hombres que se les confío. El destino de estos «llamados», a partir de ahora, quedará íntimamente ligado al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero antes aún es un «experto» de Jesús.

Este aspecto es subrayado por el evangelista Juan desde el primer encuentro de Jesús con los futuros apóstoles. Aquí el escenario es diferente. El encuentro tiene lugar a orillas del Jordán. La presencia de los futuros discípulos, que como Jesús vinieron de Galilea para vivir la experiencia del bautismo administrado por Juan, ilumina su mundo espiritual. Eran hombres en espera del Reino de Dios, deseosos de conocer al Mesías, cuya venida era anunciada como algo inminente. Les es suficiente que Juan Bautista señale a Jesús como el Cordero de Dios (Cf. Juan 1,36) para que surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. El diálogo de Jesús con sus primeros dos futuros apóstoles es muy expresivo. A la pregunta: «¿Qué buscáis?», responden con otra pregunta: «Rabbí --que quiere decir, "Maestro"- ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús es una invitación: «Venid y lo veréis» (Cf. Juan 1, 38-39). Venid para poder ver. La aventura de los apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven donde vive y comienzan a conocerle. No tendrán que ser heraldos de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, tendrán que «estar» con Jesús (Cf. Marcos 3, 14), estableciendo con él una relación personal. Con este fundamento, la evangelización no es más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (Cf. 1 Juan 13).

¿A quiénes serán enviados los apóstoles? En el Evangelio, Jesús parece restringir a Israel su misión: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 15, 24). Al mismo tiempo parece circunscribir la misión confiada a los doce: «A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 10, 5). Una cierta crítica de inspiración racionalista había visto en estas expresiones la falta de una conciencia universal del Nazareno. En realidad, tienen que ser entendidas a la luz de su relación especial con Israel, comunidad de la Alianza, en continuidad con la historia de la salvación. Según la espera mesiánica, las promesas divinas, hechas inmediatamente a Israel, llegarían a su cumplimiento cuando el mismo Dios, a través de su Elegido, reuniera a su pueblo como hace un pastor con su rebaño: «Yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje… Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos» (Ezequiel 34, 22-24). Jesús es el pastor escatológico, que reúne a las ovejas perdidas de la casa de Israel y sale en su búsqueda, pues las conoce y las ama (Cf. Lucas 15, 4-7 y Mateo 18,12-14; Cf. también la figura del buen pastor en Juan 10,11 y siguientes). A través de esta «reunión», se anuncia el Reino de Dios a todos los pueblos: «Así manifestaré yo mi gloria entre las naciones, y todas las naciones verán el juicio que voy a ejecutar y la mano que pondré sobre ellos» (Ezequiel 39, 21). Y Jesús sigue precisamente este perfil profético. El primer paso es la «reunión» de Israel, para que todos los pueblos llamados a reunirse en la comunión con el Señor puedan vivir y creer.

De este modo, los doce, llamados a participar en la misma misión de Jesús, cooperan con el Pastor de los últimos tiempos, dirigiéndose también ante todo a las ovejas perdidas de la casa de Israel, es decir, al pueblo de la promesa, cuya reunión es signo de salvación para todos los pueblos, inicio de la universalización de la Alianza. Lejos de contradecir la apertura universal de la acción mesiánica del Nazareno, el haber restringido al inicio su misión y la de los doce a Israel es un signo profético eficaz. Tras la pasión y la resurrección de Cristo, este signo será aclarado: el carácter universal de la misión de los apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los apóstoles «por todo el mundo» (Marcos 16, 15), a «todas las gentes» (Mateo 28, 19; Lucas 24,47, «hasta los confines de la tierra» (Hechos 1, 8). Y esta misión continúa. Siempre continúa el mandamiento del Señor de reunir a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandamiento: contribuir a esa universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo.